lunes, agosto 27

Usos y costumbres


Cuánto costó el silencio en el 68 y la Guerra Sucia

Los archivos prohibidos de la prensa y el poder

Desde 1963, al menos en los documentos, la Presidencia de la República como parte de los usos y costumbres en su relación con la prensa, disponía de una parte del presupuesto para «apoyos» a medios de comunicación y periodistas en todas sus variantes.
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(Por Revista Emeequis).- Un adelanto exclusivo del libro La Otra Guerra Secreta de Jacinto Rodríguez Munguía
Nunca hubo una época en el que la prensa haya estado más lejos de la sociedad como durante los años duros del 68 y la Guerra Sucia, cuando propietarios y reporteros de medios escritos, radio y televisión decidieron dar la espalda a los ciudadanos y actuar en connivencia con las altas esferas del poder para ocultar los hechos, para difamar a los opositores, para halagar y endulzar los oídos de los ocupantes de Los Pinos y de Bucareli.
De acuerdo con el libro La Otra Guerra Secreta, editado por Mondadori y que a partir de este próximo 15 de agosto entra en circulación, existen miles y miles de hojas, reportes completos de la Secretaría de Gobernación y de la Presidencia de la República, transcripciones de llamadas telefónicas interceptadas ilegalmente y tarjetas confidenciales que prueban la complicidad y el maridaje vividos en los años en que los presidentes Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría eran prácticamente dioses en la tierra.
Los documentos rescatados del Archivo General de la Nación proporcionan evidencias hasta ahora desconocidas de ese pasado oscuro de la prensa mexicana: qué periodistas estaban en las nóminas de Gobernación, qué regalos recibían, qué dueños de medios se inclinaban, quiénes se humillaban por dádivas, qué personajes eran objeto de espionaje, cómo actuaba el poder para desestabilizar a los medios críticos e incómodos.
Dividido en siete capítulos, el libro –editado bajo el sello Debate–, proporciona amplia información inédita. Aparecen nombres y más nombres: Regino Díaz Redondo, Manuel Buendía, Juan Francisco Ealy Ortiz, José Pagés Llergo, Gabriel Alarcón, Emilio Azcárraga, Francisco Galindo Ochoa, Julio Scherer García, Manuel Marcué Pardiñas, Jacobo Zabludovsky, Pedro Ferriz, entre otros.
En sus cerca de 500 páginas, la obra muestra rasgos esenciales de la otra guerra, la guerra secreta, la de la alianza de los medios y el poder:
Los estudios, los ensayos, los documentos elaborados al más alto nivel de la estrategia de propaganda política y mediática: la estrategia del rumor, el control vía publicidad y otros mecanismos institucionales.
Las cartas de los empresarios de los medios mediante las cuales respaldan las decisiones gubernamentales en los momentos más críticos de los conflictos sociales: Tlatelolco, el Halconazo, la Guerra Sucia.
Las columnas escritas por funcionario de Gobernación (Política en las Rocas y El Granero Político...) y que luego aparecían en los diarios de mayor circulación del país con la firma de los mejores columnistas, los más leídos, los más “creíbles”, los que impactaban en la opinión pública.
Las bitácoras de las reuniones “privadas” entre empresarios y directivos de los medios de comunicación con funcionarios públicos de todos niveles: presidentes de la República, secretarios de Gobernación, etcétera.
Los orígenes del Premio Nacional de Periodismo, las otras canonjías a los medios y los periodistas para mantener su silencio, los festejos del Día de la Libertad de Prensa, lo que costaban estos premios y estos festejos.
Las historias completas de la censura a periódicos y revistas críticas al sistema. Un ejemplo: Política, de Manuel Marcué Pardiñas.
Las oficinas creadas ex profeso para contrarrestar la información de los “subversivos”, de los “apátridas”, de los “conjurados”, de los “terroristas”.
Los nombres de los autores de libelos como El Móndrigo y otros panfletos que circularon durante el verano de 1968 y los años de la Guerra Sucia.
Cómo y desde cuándo nació la obsesión de Luis Echeverría por el periódico Excélsior.
Los nombres de quienes ayudaron a la caída de Julio Scherer y compañía el 8 de julio de 1976.
Las otras censuras. La de los libros, como la que se aplicó a Inside The Company (La CIA por dentro), testimonio de Philip Agee, ex agente de la CIA, o el caso de Arnaldo Orfila y el Fondo de Cultura Económica. ¿Quién censuró? Ahí están los nombres y las pruebas.
PAQUETE CHINTO 80

La terca memoria,
de Julio Scherer.
Tiempo de recordar

Por Ignacio Solares *

Leí de corrido las casi 250 cuartillas de La terca memoria, de Julio Scherer, en un viaje en avión al norte del país, y me salvó del angustioso vacío, del tiempo que “debemos” permanecer en el aire, que en mi caso es mucho peor que el de la tierra.
“Nuestras soledades se reconocieron de inmediato”, escribe el poeta español César Antonio Molina, precisamente de una lectura arrebatada que hizo en un barco —“eternamente suspendido dentro de una calma chicha”— de Valle-Inclán y sus esperpentos.
Así es, hay soledades que se reconocen de inmediato durante ciertos trayectos inevitables. Muy en especial cuando la lectura lleva implícito un elemento añadido. No sólo la anécdota que nos narran, el estilo literario con que lo hacen, el orden temporal en que se ubican, su punto de vista particular; es más bien una compleja combinación de todos estos elementos que forman una unidad y que consiguen la corporeidad —viva y tangible— de lo que Cortázar llamó “un compañero de ruta”. Hay escritores ideales para ese cometido.
Scherer me acompañó en mi viaje en avión, él, que desde hace 40 años sabe de mi terror apenas mis pies se elevan del suelo, cuando era director de Excélsior y me mandaba a hacer reportajes tan insólitos como “Las fronteras de México” —casi 10 ciudades, tanto en el sur como en el norte— o a cubrir la muerte de Pablo Casals, en Puerto Rico, o a entrevistar a Ceaucescu, en Rumania. ¿Por qué forzarse a subirse a un avión si tanta angustia nos produce? ¿Por qué suponer que mejorará nuestra autoestima el superar una fobia?
—Lo mejor es una novela de aventuras —sugiere Joaquín-Armando Chacón, quien padece del mismo mal—. El vuelo se vuelve parte de la aventura. Te sientes personaje de London o de Conrad. Haz la prueba.
Pero, bueno, hace tiempo he renunciado a la ilusión de saber qué es exactamente la literatura y sus diferentes géneros; tanto como querer saber qué es el tiempo, la luz o el insomnio. Frente al misterio de su esencia, sólo me cabe el consuelo de circunscribir y de nombrar sus manifestaciones más accesibles. La relación entre un escritor y su lector —al margen de que lo conozcamos personalmente o no— es siempre extraña y no parece fundarse en la razón sino en los sentimientos. Su semejanza con la pasión amorosa es sorprendente: surge de improviso y, aun en sus momentos más entrañables, mantiene un carácter veleidoso: por qué lo leemos de corrido, dónde, cuánto tiempo nos lleva esa lectura, por qué la interrumpimos en ciertos pasajes o en ciertos momentos de hastío, qué significará y cuánto se integrará a nuestra vida futura...
Pero muy en especial tratándose de un libro como éste —quizás el más autobiográfico—, en donde el autor hace una disección rigurosa no sólo de los personajes que menciona, sino de sí mismo. Por eso escribir sobre Scherer con un lenguaje que no sea el de la pasión es imposible. Para él, los poderes de la palabra no son otros que los del esclarecimiento, la entrega incondicional, la clarificación de todo aquello que nombra. Qué capacidad para meterse en honduras y hacer del periodismo una forma no sólo de literatura, sino de religión, de cruzada quijotesca.
Por ejemplo, cuando le dice a Mario Vargas Llosa, a propósito del golpe artero que le dio a Gabriel García Márquez en una exhibición cinematográfica, y sobre el cual le pidió el escritor peruano a Scherer que no publicara nada al respecto. La respuesta de Julio fue lapidaria: “Cuando no quiera que las cosas se publiquen, don Mario, no las haga en público”. Lo cual, sin remedio, se tradujo en una conclusión abatida de Vargas Llosa: “Me jodió”.
O cuando sostiene con Héctor Aguilar Camín el siguiente diálogo:
—Ya no te preocupes del asunto, todo está aclarado —le dice Aguilar Camín.
—A mí no me lo parece —contesta Scherer.
—Somos amigos.
—Éste es un asunto que nada tiene que ver con la amistad. La amistad tiene sus propios caminos.
—Por eso.
—No, Héctor.
—Me perjudicas.
—Yo, no.
Y dice Scherer:
“Hubo al final un tono seco: me arrepentiría”.
Por supuesto, la siguiente vez que se encontraron, Aguilar Camín le negó el saludo.
O como cuando el abogado Xavier Olea Muñoz intenta publicar en Excélsior una “oración fúnebre” sobre el famoso y controvertido periodista Carlos Denegri:
—No se publica, Xavier.
—¿Cómo puedes decir eso?
—No se publica.
—Pago una plana.
—No.
—Pago, te digo. Tengo derecho.
—No, Xavier.
—Denegri vivió para su periódico.
—Fue inmenso. No cabrían sus reportajes en todo Excélsior. No habrá otro como él, Xavier, pero no se publica.
Lamartine, escribiendo sobre Víctor Hugo, dijo que lo peor que le podía ocurrir a un hombre era contraer la “pasión por lo imposible”. En efecto, es una enfermedad muy arriesgada. Pero de ella, hay que agregar, no sólo han nacido incontables sufrimientos del cuerpo y la mente para quienes la padecen, sino también las más extraordinarias hazañas del espíritu humano, como las obras de arte, los descubrimientos de la ciencia y —lo más importante— el anhelo de la justicia y la libertad.
“Amar lo imposible” forma parte consustancial de ciertos caracteres para quienes el mundo tiene sentido en la medida en que es modificable. Su trabajo los induce a querer romper los límites y “rastrear” aquello que no es, pero que podría ser. ¿Por qué no? “El periodista escudriña. Cumple así con su deber”, dice Scherer.
No ha sido otra su vocación desde La piel y la entraña —biografía de David Alfaro Siqueiros— de 1965, pasando por Los presidentes de 1986, El poder, historia de familia de 1995, Salinas y su imperio de 1997, Tiempo de saber de 2003, El indio que mató al padre Pro de 2005 y El perdón imposible del mismo 2005.
“Pienso ahora que sólo cuando están unidas la soledad, la reflexión y el sufrimiento hay maneras de intentar una transformación o al menos un cambio personal”, dice en algún momento.
O:
“Tiene la mirada tres llamaradas: cuando odia, cuando ama, cuando se inmoviliza en la reflexión profunda”.
Pero da una vuelta de tuerca a su tema:
“Sin amor, la libertad no tiene sentido”.
Y: “Si no hay compasión por la persona amada, la vida se extingue”.
Scherer es capaz, en este libro, de confesiones desgarradoras que, yo por lo menos, no recuerdo que haya realizado en ningún otro sitio:
“Consumido por el resentimiento que me había provocado la pérdida de Excélsior, entre la noticia y la amistad, optaba por la noticia. Frente al periodismo no conocía límites, decían”.
Un libro tan admirable como La terca memoria se convierte en algo así como una mano que tiene la esfera de su propia vida entre los dedos. La mira, la mueve y la hace girar, palpándola y mostrándola. Miren, vean: eso soy yo. La abarca íntegramente por fuera (como lo hace siempre la mejor literatura) y a la vez busca penetrar en la transparencia luminosa que cede poco a poco a un ingreso íntimo y a la topografía de toda una vida. De sus frustrados años en el Colegio Alemán a su vocación para denunciar las corruptelas del poder.
“Vimos claro en Proceso. Fuimos agresivos para el medio mexicano, agoreros de todos los males, catastrofistas...”.
Esa “pasión por lo imposible” es inseparable de Scherer de su vocación de reportero. Confiesa:
“Tengo certeza de que no hay hombre más libre que el reportero. Los acontecimientos los hace suyos y en esa medida le pertenecen”.
Y aún:
“Por razones de cercanía, porque los tiene enfrente, nadie puede observar como un reportero a los hombres y mujeres que viven para el poder, para hacer lo que les da la gana, hasta apropiarse de lo que no necesitan y hasta desprecian”.
Nada como ciertos libros para ciertos viajes.
Gracias, Julio.

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* Escritor, su novela más reciente es La Invasión (editorial Alfaguara). Actualmente es director de La Revista de la Universidad, en cuya más reciente entrega apareció originalmente este texto.
18/08/2007

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